lunes, 7 de mayo de 2012

θάλασσα


El mar no existía cuando estaba el mundo y el mundo no estaba cuando existía el mar. Con las uñas mordidas y las piernas torcidas, los pies se hunden en la arena mojada, construyendo castillos y chirriando entre las muelas. La piel arrugada y horas braceando entre cuchillos helados; dolor y cosquilleo de pies dormidos. Y piel blanca de sal y blanca de piel. Blanca, más blanca. Sin marcas de bañador como los demás niños. La nariz y las mejillas quemadas. Rojo para después, pecas. El agua tan salada, tan fría y la niña tan flaca y tan blanca. Flaca, más flaca. Con las rodillas salientes y los dedos largos. Y las uñas encarnándose mientras pisa la arena y se hunde. Y quisiera hundirse. No tener frío en el agua helada. Que no pique el sol. Que no rasque la arena. Pero mejor así. Porque mientras el mar fue cobijo, no importaban sus cuchillas.

Y con las piernas más largas y menos flacas, se dio cuenta de que el mar también existe en invierno. Que no hay faros que iluminen las orillas; que no hay torres que vigilen los vaivenes en la costa. Puede que no se muerda las uñas, y que no bracee en las olas porque aprendió a nadar en una piscina cubierta. Puede que tenga los dientes más rectos y las costillas más firmes.

 Y hay mundo donde se acaba el mar, porque no hay abismos de los que puedas caer infinitamente sin darte un golpe. Porque si caes vuelas, pero, al fin, te caes; por eso no merece la pena volar bajo. Y hay mundo debajo de la arena, y hay quien pretende contar sus granos y hay alquitrán entre las rocas. Que cuando el cobijo es perpetuo, no es resguardo; es mundo. Cuando el mar fue mundo empezaron a cortar sus frías cuchillas.